Malvinas, relatos de mujeres isleñas sobre su vida en 1982: “No podíamos imaginar cuánto te endurece la guerra”

Las que apoyaron la resistencia y ayudaron a los británicos. Las civiles que murieron por fuego amigo. Las que eran niñas en 1982. Las que se conmovieron con los soldados argentinos. Las que convirtieron sus casas en refugios contra las bombas tapizando la sala con cajas y colchones. Testimonios de la guerra fuera de las trincheras.

“Había dos soldados argentinos muertos, tirados boca abajo, aun puedo ver una mano pequeña y sucia sobre el pavimento. No sentimos nada, lo que realmente fue horrible, nunca me imaginé cuánto te endurece la guerra. Los dejamos atrás, y cuando volvimos alguien los había cubierto. Y lo que se ha quedado todos estos años conmigo, es esa pequeña mano sucia”, dice Eileen Vidal, isleña, sobre aquel trágico 1982.

Los archivos de medios británicos de la época señalan numerosas historias sobre lo que sintieron los isleños ante la llegada de las tropas argentinas. “Usted tiene derecho a vivir en libertad”, decía el folleto que entregaban los argentinos a los habitantes de las islas luego del 2 de abril. Desde un primer momento, lejos de creer en la oferta de libertad, los isleños se sintieron presos y tuvieron una participación activa de resistencia, saboteando comunicaciones, cortando cables, otros ayudaron con sus vehículos, cuando llegaron las tropas británicas, al reconocimiento del terreno.

Eillen Vidal era radio operadora en las islas, y cursaba comunicaciones desde las distintas estancias a la capital (Puerto Argentino). Ella permaneció en la radio luego de la recuperación de las islas ya que hacia pedidos de víveres, medicamente y otras urgencias. Y fue quien logró avisar al buque HMS Endurance, que no se acercara porque los buques argentinos estaban en puerto.

El historiador Federico Lorenz descubrió muchas publicaciones particulares, desarrolladas en breves relatos, que dan cuenta de los sentimientos de los isleños respecto de la “ocupación argentina”.

Lisa Watson, una niña de once años en 1982, en su libro Waking up to war (Despertar de la guerra) relata como los perros de su padre estaban contentos por esos días porque estaban sueltos todo el tiempo, para alertar a la familia sobre “presencias no deseadas”.

Escribe sobre que dos soldados argentinos le pidieron a su padre que usara sus fusiles para cazar unos patos, porque “ellos tenían hambre y no eran buenos disparando”. El granjero, lo hizo, y expresa su preocupación: “Era mucho más fácil odiar el concepto vago y distante de una Nación Argentina, que despreciar a los que parecían dos seres humanos perfectamente normales”. A esos mismos jóvenes se les permitió bañarse en casa del granjero. Al irse, se dejaron olvidado el jabón, por lo que los niños hacían bromas y decían que si alguien lo usaba se le caerían los dedos.

Emma Steen, contó a un reportero inglés, que encontró algunos autitos de juguete en su patio luego de la invasión. Unos soldados los llevaban consigo y en la retirada se tuvieron que despojar de todo.

La señora Lucy Beck, en un escrito recordatorio sobre las víctimas civiles (Archivo Histórico UK. PPU. Falklands) habla sobre las consecuencias de la guerra, que alcanzan tanto a hombres como mujeres y niños, y el estrés postraumático que ha sido inevitable.

Sostiene que pudieron ser millones las víctimas cuando se comprobó que algunos buques británicos llegaron al área del Atlántico Sur cargando armas nucleares.

La presencia de estas armas se confirmó en 2003, después de la presión que ejerció The Guardian sobre el Ministerio De Defensa. La versión señaló que fue accidental porque no hubo tiempo de descargarlas antes de zarpar, pero la Historia Oficial de la Guerra, escrita por Lawrence Freedman, asegura que fue intencional, en caso que el conflicto se intensificara y Rusia interviniera a favor de Argentina.

El libro de John Folwer sobre la guerra, 1982- Días Difíciles en Malvinas, es sobre todo humano. Narra el alivio que sintió cuando derribaron un avión argentino, y la pena que no pudo evitar porque pasó tan bajo por su patio que pudo ver la cara del piloto.

Este es un relato en primera persona de cómo era vivir en uno de los lugares más pacíficos del mundo, las Islas Malvinas, cuando de repente, hace casi cuarenta años, se convirtió en escenario de un sangriento conflicto entre las fuerzas armadas de Argentina y Gran Bretaña. Este libro revela una serie de anécdotas, cada una de las cuales propone una pregunta diferente: algunas difíciles de responder, algunas graciosas y algunas simplemente desconcertantes. John Fowler era en ese momento Superintendente de Educación del Gobierno de las Islas Malvinas y fue en su casa donde ocurrieron las únicas muertes civiles de la guerra.

Fowler cuenta la anécdota de una niña que interroga a su padre ante el paso de soldados argentinos, y demuestra la brecha abierta en el corazón de los isleños:

-¿Papa, son hombres malos?

– Bueno, no conocemos a ninguno de ellos, así que es difícil contestarte. Puede ser que no nos guste lo que están haciendo, pero eso no significa que sean todos malos. Puede ser que tampoco les guste estar aquí, pero deben obedecer órdenes. Simplemente no sabemos, unos pueden ser malos, pero otros pueden ser muy buenos.

– Entonces, papá, ¿porqué nadie los quiere?

Respecto de las muertes civiles en la casa de los Fowler, Lucy Beck, isleña, guarda todos los recortes de la época de la guerra, porque siempre tuvo la intención de escribir una historia que contara sobre los muertos civiles durante el conflicto de 1982, según le contó al medio británico The Guardian.

Revisa sus recortes, piensa en lo que escribirá, y llega al punto sobre el que aun hoy hay desconocimiento y poca difusión. Muchos civiles han muertos en las guerras del siglo XX, civiles de los que nunca se recuerdan sus nombres. No se entierran en filas ordenadas como los muertos militares, ni son atendidos por la Comisión de Tumbas de Guerra del Commonwealth, dice.

En las islas, murieron tres mujeres civiles, y esta vez, si se conocen sus nombres: Susan Whitley, Doreen Bonner y Mary Goodwin. Las tres murieron durante un bombardeo por el propio fuego amigo británico. Se habían refugiado en una casa durante un ataque a Stanley.

Los nombres de estas mujeres no aparecen en el Memorial de Saint Paul, pero son recordadas en el Memorial de la Capilla de Malvinas en Pangbourne, frente al pequeño cementerio de San Carlos, donde descansan los muertos ingleses en combate.

También se las homenajea en el Monumento a la Liberación frente a la secretaria de Stanley. Las recuerda SAMA, la organización de la Medalla del Atlántico Sur. Y en la página web el Ministerio de Defensa, hay un cuadro de Honor en memoria de las tres mujeres. Pero Lucy cuestiona la inclusión de civiles en un homenaje militar, porque sostiene con vehemencia que ellas no eran militares y no optaron por morir en la guerra.

Susan Whitley era profesora de economía doméstica, y en una exposición anual que se realiza en las Islas se exhiben sus obras, sus artesanías y bordados. Se creó un fondo fiduciario para educar niños y niñas de las islas en estas artes, y el fondo lleva su nombre.

Lucy agrega que siete mujeres más murieron en la postguerra, como consecuencia de accidentes provocados en las rutas deterioradas y por la explosión de las minas antipersonales, hoy ya removidas.

Verónica Fowler, tal su apellido de casada durante la guerra, esposa de John, nos envió su diario de guerra. El lugar de la casa que más se identificaba con ella era la sala estilo Laura Ashley; era su reflejo más íntimo. Era el lugar central de la casa y el más seguro -según su marido- para construir un refugio.

Verónica escribió, inmediatamente después del 14 de junio de 1982, lo que ella misma llamo “el cuento de un ama de casa”

“De las muchas indignidades e ignominias sufridas durante esta pequeña guerra podrida”, empezó. La rabia de ver su vida patas arriba. La rabia de ver desmantelar su comedor, celosamente decorado, único lugar de la casa que la reflejaba, para convertirlo en refugio por una guerra. Había internalizado la idea de su marido de que, si la guerra se prolongaba, se haría callejera, cuerpo a cuerpo, no habría balas perdidas, los matarían a todos y había que evitarlo.

A pesar del dolor por su comedor canibalizado, vuelto refugio, Verónica entendía las razones de John para construirlo. Los días de guerra provocaban angustia, estaban muertos de miedo.

Algunas personas cavaban refugios dentro de sus casas.Pero la casa de Verónica tenía piso de concreto, así que la sala era la mejor opción.

Las dimensiones eran de seis metros por dos, medidas habían sido dictadas no por comodidad de la estancia, sino por las palaciegas dimensiones del aparador Victoriano que otrora guardaba cubertería, mantelería de lino y cristalería. Esa pieza, cuidadosamente tallada y pulida, se vio despojada de sus tesoros para rellenarla con ropa y libros y convertirla así en la pared principal de contención del refugio.

Las tres paredes restantes fueron revestidas con cajas de té y de Johnny Walker llenas de turba, el techo cubierto con tablones, colchones, almohadones y todo protegido con una gran lona.

Verónica había sido un bebé de la Segunda Guerra Mundial, creció jugando en refugios antiaéreos abandonados, conocía bien su humedad, el olor a orina de gato, su oscuridad.

Consiguió que John la dejara dormir con la cabeza hacia afuera de la pequeña abertura que quedaba. La noche que la marina de guerra británica bombardeo su casa, había perdido la batalla con John por dormir con la cabeza fuera. Al momento que aterrizo la primera bomba, ella, John y los niños dormían como bebes.

Esa primera detonación rompió todos los vidrios del comedor y de la terraza de invierno, Verónica estaba segura de que la casa se había mecido sobre sus cimientos cuando reviso el daño.

Se sintió defraudada, John le había prometido que la inteligencia militar poseía la tecnología necesaria para detectar una pelota de golf en el césped. Y ella le había creído. Como también le creyó, que una línea de ropa colgada, era una prueba positiva de existencia humana. En la guerra, no hay pelotitas del golf detectadas en el césped y las líneas de ropa no parecieron ser visibles pruebas de civiles esa noche.

A veces durante la guerra Verónica se preguntaba mirando al cielo: “¿Dónde está el dueño del telescopio que ve que estamos aquí? ¡Olvídense de las pelotas de golf! ¡Estamos aquí!”. Hasta que cayó en la cuenta de que el gran telescopio que imaginaba no encontró la pelotita, y les habían bombardeado el jardín.

Los bebes, después de la primera bomba, quedaron durmiendo en el refugio. Los demás hicieron lo que hace todo británico: se fueron a la cocina a tomar un té.

Las tres civiles muertas en la guerra, luego de la segunda bomba, refugiadas con ellos, cayeron por el fuego amigo del HMS Avenger, esa noche de junio.

Por Alicia Panero

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